dimarts, 24 de febrer del 2015

José Luis de Vilallonga
EL SABLE DEL CAUDILLO

“Historia secreta del hombre que gobernó España como un cortijo”.
A Fabricio
<<¿Qué es el hombre? Es esa fuerza que acaba siempre tirando por la borda a los tiranos y a los dioses>>. Albert Camus

Cuando le vi entrar en la tienda pensé que esa podía ser mi última oportunidad. Casi todos los alféreces recién nombrados que habían venido a comprar sables en los últimos días eran de talla mediana, algunos tirando a altos, aunque no demasiado, que por aquella época pocos españoles lo eran, y aún menos los muchachos de clase media, quienes por lo general comían parcamente en sus casas y casi siempre se quedaban con hambre.
El joven oficial recién nombrado que se acercó al mostrador era más bajito que la mayoría de sus compañeros. Le fallaban las piernas, cortas y quebradizas. La verdad es que todo en él parecía a punto de romperse. Más que enjuto –como solían serlo los chicos que se dedicaban a la carrera de las armas-, éste era menudo, delicado, casi frágil. Tenía el rostro devorado por los ojos demasiado grandes bajo una frente prematuramente despoblada. Un bigotillo ralo le cubría apenas unos labios prietos en un gesto de teatral dureza. Se acercó pisando fuerte al mostrador y con una voz curiosamente atiplada, sólo dijo:
-          Necesito un sable.
Tomasín, el dependiente, se acercó a la gran vitrina tras cuyos cristales dormíamos los sables y no pudo por menos que preguntar con un asomo de sarcasmo:
-          ¿De qué talla?
El oficialito se mostró sorprendido. Y me pareció que había un deje de esperanza en su voz cuando preguntó:
-          ¿Los hay de distintas tallas?
-          Por lo general miden todos lo mismo. Pero algunos, como éste –explicó Tomasín sacándome de la vitrina-, tienen unos centímetros menos que los otros.
-          ¿Por qué? –inquirió la voz atiplada.
A Tomasín la pregunta se le antojó estúpida.
-          Porque hay hombres altos y hombres bajitos. –Y temerariamente añadió-: como usted.
La tez del oficialito se oscureció y sus labios se apretaron más de lo debido. Tardó unos segundos en ordenar:
-          Démelo.
Tomasín se deshizo de mí con rapidez. El oficialito me cogió y con un gesto muy preciso me colocó en paralelo a su cuerpo. Mi empuñadura le llegaba justo un poco más arriba de la cintura. Luego, me desenvainó. Mi hoja estaba ligeramente engrasada, como era de rigor. El oficialito –he olvidado decir que calzaba guantes blancos de cabritilla- me volvió a envainar con un gesto tan preciso como el anterior.
-          ¿Cuánto? –preguntó.
-          Treinta y cinco pesetas –dijo Tomasín-. Pero como es más pequeño que los otros se lo puedo dejar en treinta.
Mi nuevo dueño sacó del bolsillo trasero del pantalón un monedero de cuero negro muy viejo –más adelante aprendí a desconfiar de aquellos que llevan su dinero en un monedero- y puso sobre el mostrador siete monedas de cinco pesetas.
-          Se lo puedo dejar en treinta –insistió Tomasín.
El oficialito ni contestó. Tomasín sacó entonces de un cajón una vieja libreta de tapas amarilla i pidió:
-          ¿Me puede usted indicar su nombre?
-          ¿Por qué?
-          Es la costumbre de la casa.
Tuve la impresión de que antes de contestar el oficialito se erguía con la altivez de un gallo de pelea.
-          Apunte. Francisco Franco Bahamonde, alférez de Infantería.
Salimos juntos a la calle. Mi dueño me llevaba agarrado con fuerza, como si temiera perderme. Cerca de la plaza de Zocodover nos cruzamos con un grupo de cadetes. Al vernos, uno de ellos gritó:
-          ¡Franquito! ¡Con que ya tenemos sable!
-          Sí, ya tenemos sable –contestó mi dueño con un tono que me sonó a amenaza.
Han pasado muchos años –exactamente sesenta y cinco- desde que Francisco Franco me adquirió en el establecimiento toledano de don Jerónimo Parra, especializado en toda clase de accesorios militares. He convivido estrechamente con él todo este tiempo sin que mi mudez congénita me permitiera mantener el menor diálogo con el que fue sucesivamente Franquito, luego el Comandantín y más tarde, según iban pasando las décadas y según el grado de exaltación de sus hagiógrafos y alabanceros, el homólogo del Cid Campeador, del emperador Carlos, de Alejandro el Grande e incluso el César Visionario. Pero el más adulador de sus carantoñeros, Luís de Galinsoga, director que fue de La Vanguardia de Barcelona, llegó a llamarle sin sonrojo el Centinela de Occidente. Cuando se enteró mi dueño, Generalísimo de los ejércitos españoles, se lo comentó a su mujer en la discreta penumbra de su dormitorio en el palacio de El Pardo.
-          Fíjate, Carmen, parece que ahora me llaman el Centinela de Occidente… Nunca se me hubiera ocurrido.
-          A mí, sí –contestó escuetamente la Señora, que una vez más pensó que la modestia de su marido no tenía explicación.
Los hombres son, por lo general, muy aficionados a los símbolos y a los fetiches. Los militares, como los niños, no escapan a esta afición. Una vez retirados del oficio castrense suelen conservar bien a la vista, en repisas, vitrinas y aparadores, el casco que usaron durante la guerra –siempre le enseñan a los nietos la huella del impacto de una bala que, de no haber llevado el caso, les habría matado-, las cruces y las medallas, así como las viejas pistolas de reglamento en sus fundas de agrietado cuero.
Al correr de la vida –pero sobre todo después de que una argucia bastante infame de su hermano Nicolás permitiera que fuera nombrado jefe del Estado- mi dueño recibió numerosos regalos relacionados con la vida militar de diferentes pueblos: cimitarras turas, yataganes asiáticos, dagas venecianas, finas espadas francesas y tizonas de leyenda.
Todas estas armas, algunas muy hermosas, fueron arrinconadas o donadas a diferentes museos. Pero yo, un simple sable de treinta y cinco pesetas que no derramó nunca una gota de sangre, fui el fetiche preferido de mi dueño. Siempre al alcance de la mano, estuve presente en todos los momentos cruciales de su existencia. Primero en el Alcázar de Toledo, luego en Marruecos, más tarde en su boda con la señorita asturiana que le inoculó machaconamente el veneno del engreimiento y la soberbia.
Curiosamente, tras esta larga convivencia no sabría definir con exactitud la clase de sentimientos que despertó en mí el hombre de cuyas acciones he sido testigo privilegiado. He de admitir que, como todo hombre, tuvo sus épocas. De niño –según he oído decir- fue tímido e introvertido. En la Academia Militar no sobresalió en casi nada. El 13 de julio de 1910 fue nombrado alférez con el número 251 de los 312 cadetes de su promoción. En África, fue valiente y cruel. Pero no fue la suya una crueldad provocada por la excitación del combate, sino una crueldad fría y razonada con el fin de producir pavor. No se opuso a que sus hombre les cortasen en vivo las orejas a los rifeños que caían en sus manos y le pareció gracioso obsequiar a la duquesa de la Victoria con un cesto repleto de esos despojos humanos. Sin embargo, el valor que se le supone a todo militar, él lo superó con creces. En febrero de 1914, el teniente Franco fue ascendido a capitán por méritos de guerra, y en la feroz batalla de Beni Salem se ganó a pulso la Cruz del Mérito Militar de primera clase. A pesar de ello, Franquito no les caía del todo bien a sus compañeros. No bebía, no jugaba y no parecía tener una afición desmedida por las mujeres. El hecho es que parecía que a Franquito le repugnaba hacerse querer. Durante algún tiempo cortejó, en vano, a Sofía Subirán, la sobrina del general Aizpuru, el alto comisario en Marruecos, que no pareció ver con buenos ojos a aquel muchacho poseedor de una extraña voz que alteraba los nervios de los que se consideraban machos de pelo en pecho. A Sofía debió de ocurrirle algo semejante, pues no le hizo ningún caso.
Franquito, sería absurdo negarlo, no le caía bien a casi nadie. Era distante y a menudo altanero, incluso con sus superiores. Si he de confesar la verdad, durante estos años en los que hemos vivido juntos nunca he sentido una gran simpatía hacia él. Le admiré a veces, ciertamente, pero no despertó en mí ese afecto con el que se consolida la relación entre dos viejos amigos. Resultaba obvio que Franquito siempre fue un hombre resentido con su propia naturaleza.
Durante años y años sólo se le conoció por distintos diminutivos: Paquito, en casa, cuando todavía era un niño; Franquito, en la academia –así siguió llamándolo don Alfonso XIII cuando ya era el general más joven de Europa- y el Comandantín cuando se casó en Oviedo con Carmen Polo, una señorita provinciana de medio pelo que en su momento trató de convencerle –ayudada en la tarea por el almirante Carrero Blanco, quien tampoco era una luz –de que fundara su propia dinastía con el fin de suplantar de una vez por todas a la de los borbones. No lo consiguió y ni ella ni el almirante volvieron a hablar del asunto.

Aish que m’avorreixo una mica… passo fulls…
Pag. 229.
8 de junio de 1936
Ayer por la noche hubo una bronca sonada en el dormitorio de los Franco. Empezó y acabó como unos fuegos artificiales. Mucho ruido y pocas cueces. El general, muy cansado, se negó a rezar el rosario, lo que puso a doña Carmen de un pésimo humor. Todo empezó una vez que los dos se metieron en la cama.
-          ¿Sabes de qué me he enterado hoy? –preguntó de pronto con voz agria doña Carmen.
-          Cuéntamelo –dijo el general con un bostezo.
-          Pues que aquí hay gente que te llama Miss Canarias 1936.
-          ¿Y eso qué significa? –inquirió Franco, incorporándose a medias sobre los almohadones.
-          Pues probablemente que te dedicas a todo, a jugar al golf, a tomar el sol y charlar con Pacón de nimiedades. A todo, menos a solidarizarte con tus compañeros de la península.
El general se enfadó.
-          Mira, Carmen…
-          Es vox populi que estás exasperando a todo el mundo con tus eternas vacilaciones.
-          ¡Yo no vacilo, Carmen, no vacilo! –exclamó, furioso, el general-. ¡Sencillamente estoy estudiando las posibilidades de éxito que tiene un levantamiento encabezado por Sanjurjo!
-          ¡Sanjurjo está donde está –gritó doña Carmen- porque donde está él no has querido estar tú!
Desde que les conozco, doña Carmen nunca le había gritado así a su marido.
-          ¡Yo sólo quiero estar allí donde el éxito sea cosa segura! ¿Me entiendes? ¡Atolondrada, que eres una atolondrada!
Doña Carmen se puso a llorar compulsivamente. También era la primera vez que Franco y yo la oíamos llorar de manera tan desesperada. Uno de los bigudíes de doña Carmen rodó al suelo, y Franco saltó de la cama para recogerlo. Al entregarle el bigudí a su mujer, Franco estaba casi de rodillas junto a la cama. Quizá fuese esa postura lo que le hizo cambiar de tono, porque dijo, casi suplicante:
-          Carmencita… escúchame, Carmencita… ¡Si quieres que me la juegue, me la juego!
Una radiante sonrisa de satisfacción iluminó el rostro de doña Carmen, a la que de inmediato se le agotaron las lágrimas.
-          ¿Me lo juras, Paco?
-          ¡Te lo juro, Carmencita! Mañana mismo le ordenaré a Pacón que viaje a la península y tome contacto con Mola.
Mientras hablaba, doña Carmen pulsó repetidas veces el timbre que estaba junto a la mesita de noche.
-          ¿A quién llamas, Carmen? ¡Son casi las dos de la madrugada!
Pero alguien se anunciaba ya tras la puerta. Era una de las doncellas, con una bata amarilla encima del camisón.
-          Ve a la cocina grande –le ordenó doña Carmen- y súbenos una botella de champagne y unas copas. ¡El general y yo tenemos algo que celebrar!
La doncella se encontró en el pasillo con uno de los ordenanzas de guardia, y le dijo en voz baja:
-          Parece que Miss Canarias ya ha tomado una decisión.
-          ¿Cuál? –preguntó el hombre.

-          ¡Cuál va a ser! Avisa mañana mismo a los del sindicato, no sea que el tío se nos escape.