José Luis de Vilallonga
EL SABLE DEL CAUDILLO
“Historia secreta del hombre
que gobernó España como un cortijo”.
A Fabricio
<<¿Qué es el hombre? Es esa fuerza que acaba
siempre tirando por la borda a los tiranos y a los dioses>>. Albert Camus
Cuando le vi entrar en la tienda pensé que esa podía ser mi última
oportunidad. Casi todos los alféreces recién nombrados que habían venido a
comprar sables en los últimos días eran de talla mediana, algunos tirando a
altos, aunque no demasiado, que por aquella época pocos españoles lo eran, y
aún menos los muchachos de clase media, quienes por lo general comían
parcamente en sus casas y casi siempre se quedaban con hambre.
El joven oficial recién nombrado que se acercó al mostrador era más bajito
que la mayoría de sus compañeros. Le fallaban las piernas, cortas y
quebradizas. La verdad es que todo en él parecía a punto de romperse. Más que
enjuto –como solían serlo los chicos que se dedicaban a la carrera de las
armas-, éste era menudo, delicado, casi frágil. Tenía el rostro devorado por
los ojos demasiado grandes bajo una frente prematuramente despoblada. Un
bigotillo ralo le cubría apenas unos labios prietos en un gesto de teatral
dureza. Se acercó pisando fuerte al mostrador y con una voz curiosamente atiplada,
sólo dijo:
-
Necesito
un sable.
Tomasín, el dependiente, se acercó a la gran vitrina tras cuyos cristales
dormíamos los sables y no pudo por menos que preguntar con un asomo de
sarcasmo:
-
¿De
qué talla?
El oficialito se mostró sorprendido. Y me pareció que había un deje de
esperanza en su voz cuando preguntó:
-
¿Los
hay de distintas tallas?
-
Por
lo general miden todos lo mismo. Pero algunos, como éste –explicó Tomasín
sacándome de la vitrina-, tienen unos centímetros menos que los otros.
-
¿Por
qué? –inquirió la voz atiplada.
A Tomasín la pregunta se le antojó estúpida.
-
Porque
hay hombres altos y hombres bajitos. –Y temerariamente añadió-: como usted.
La tez del oficialito se oscureció y sus labios se apretaron más de lo
debido. Tardó unos segundos en ordenar:
-
Démelo.
Tomasín se deshizo de mí con rapidez. El oficialito me cogió y con un gesto
muy preciso me colocó en paralelo a su cuerpo. Mi empuñadura le llegaba justo
un poco más arriba de la cintura. Luego, me desenvainó. Mi hoja estaba
ligeramente engrasada, como era de rigor. El oficialito –he olvidado decir que
calzaba guantes blancos de cabritilla- me volvió a envainar con un gesto tan
preciso como el anterior.
-
¿Cuánto?
–preguntó.
-
Treinta
y cinco pesetas –dijo Tomasín-. Pero como es más pequeño que los otros se lo
puedo dejar en treinta.
Mi nuevo dueño sacó del bolsillo trasero del pantalón un monedero de cuero
negro muy viejo –más adelante aprendí a desconfiar de aquellos que llevan su
dinero en un monedero- y puso sobre el mostrador siete monedas de cinco
pesetas.
-
Se
lo puedo dejar en treinta –insistió Tomasín.
El oficialito ni contestó. Tomasín sacó entonces de un cajón una vieja
libreta de tapas amarilla i pidió:
-
¿Me
puede usted indicar su nombre?
-
¿Por
qué?
-
Es
la costumbre de la casa.
Tuve la impresión de que antes de contestar el oficialito se erguía con la
altivez de un gallo de pelea.
-
Apunte.
Francisco Franco Bahamonde, alférez de Infantería.
Salimos juntos a la calle. Mi dueño me llevaba agarrado con fuerza, como si
temiera perderme. Cerca de la plaza de Zocodover nos cruzamos con un grupo de
cadetes. Al vernos, uno de ellos gritó:
-
¡Franquito!
¡Con que ya tenemos sable!
-
Sí,
ya tenemos sable –contestó mi dueño con un tono que me sonó a amenaza.
Han pasado muchos años –exactamente sesenta y cinco- desde que Francisco
Franco me adquirió en el establecimiento toledano de don Jerónimo Parra,
especializado en toda clase de accesorios militares. He convivido estrechamente
con él todo este tiempo sin que mi mudez congénita me permitiera mantener el
menor diálogo con el que fue sucesivamente Franquito, luego el Comandantín y
más tarde, según iban pasando las décadas y según el grado de exaltación de sus
hagiógrafos y alabanceros, el homólogo del Cid Campeador, del emperador Carlos,
de Alejandro el Grande e incluso el César Visionario. Pero el más adulador de
sus carantoñeros, Luís de Galinsoga, director que fue de La Vanguardia de
Barcelona, llegó a llamarle sin sonrojo el Centinela de Occidente. Cuando se
enteró mi dueño, Generalísimo de los ejércitos españoles, se lo comentó a su
mujer en la discreta penumbra de su dormitorio en el palacio de El Pardo.
-
Fíjate,
Carmen, parece que ahora me llaman el Centinela de Occidente… Nunca se me
hubiera ocurrido.
-
A
mí, sí –contestó escuetamente la Señora, que una vez más pensó que la modestia
de su marido no tenía explicación.
Los hombres son, por lo general, muy aficionados a los símbolos y a los
fetiches. Los militares, como los niños, no escapan a esta afición. Una vez
retirados del oficio castrense suelen conservar bien a la vista, en repisas,
vitrinas y aparadores, el casco que usaron durante la guerra –siempre le
enseñan a los nietos la huella del impacto de una bala que, de no haber llevado
el caso, les habría matado-, las cruces y las medallas, así como las viejas pistolas
de reglamento en sus fundas de agrietado cuero.
Al correr de la vida –pero sobre todo después de que una argucia bastante
infame de su hermano Nicolás permitiera que fuera nombrado jefe del Estado- mi
dueño recibió numerosos regalos relacionados con la vida militar de diferentes
pueblos: cimitarras turas, yataganes asiáticos, dagas venecianas, finas espadas
francesas y tizonas de leyenda.
Todas estas armas, algunas muy hermosas, fueron arrinconadas o donadas a
diferentes museos. Pero yo, un simple sable de treinta y cinco pesetas que no
derramó nunca una gota de sangre, fui el fetiche preferido de mi dueño. Siempre
al alcance de la mano, estuve presente en todos los momentos cruciales de su
existencia. Primero en el Alcázar de Toledo, luego en Marruecos, más tarde en
su boda con la señorita asturiana que le inoculó machaconamente el veneno del
engreimiento y la soberbia.
Curiosamente, tras esta larga convivencia no sabría definir con exactitud
la clase de sentimientos que despertó en mí el hombre de cuyas acciones he sido
testigo privilegiado. He de admitir que, como todo hombre, tuvo sus épocas. De
niño –según he oído decir- fue tímido e introvertido. En la Academia Militar no
sobresalió en casi nada. El 13 de julio de 1910 fue nombrado alférez con el
número 251 de los 312 cadetes de su promoción. En África, fue valiente y cruel.
Pero no fue la suya una crueldad provocada por la excitación del combate, sino
una crueldad fría y razonada con el fin de producir pavor. No se opuso a que
sus hombre les cortasen en vivo las orejas a los rifeños que caían en sus manos
y le pareció gracioso obsequiar a la duquesa de la Victoria con un cesto
repleto de esos despojos humanos. Sin embargo, el valor que se le supone a todo
militar, él lo superó con creces. En febrero de 1914, el teniente Franco fue
ascendido a capitán por méritos de guerra, y en la feroz batalla de Beni Salem
se ganó a pulso la Cruz del Mérito Militar de primera clase. A pesar de ello,
Franquito no les caía del todo bien a sus compañeros. No bebía, no jugaba y no
parecía tener una afición desmedida por las mujeres. El hecho es que parecía
que a Franquito le repugnaba hacerse querer. Durante algún tiempo cortejó, en
vano, a Sofía Subirán, la sobrina del general Aizpuru, el alto comisario en
Marruecos, que no pareció ver con buenos ojos a aquel muchacho poseedor de una
extraña voz que alteraba los nervios de los que se consideraban machos de pelo
en pecho. A Sofía debió de ocurrirle algo semejante, pues no le hizo ningún
caso.
Franquito, sería absurdo negarlo, no le caía bien a casi nadie. Era
distante y a menudo altanero, incluso con sus superiores. Si he de confesar la
verdad, durante estos años en los que hemos vivido juntos nunca he sentido una
gran simpatía hacia él. Le admiré a veces, ciertamente, pero no despertó en mí
ese afecto con el que se consolida la relación entre dos viejos amigos.
Resultaba obvio que Franquito siempre fue un hombre resentido con su propia
naturaleza.
Durante años y años sólo se le conoció por distintos diminutivos: Paquito,
en casa, cuando todavía era un niño; Franquito, en la academia –así siguió
llamándolo don Alfonso XIII cuando ya era el general más joven de Europa- y el
Comandantín cuando se casó en Oviedo con Carmen Polo, una señorita provinciana
de medio pelo que en su momento trató de convencerle –ayudada en la tarea por
el almirante Carrero Blanco, quien tampoco era una luz –de que fundara su
propia dinastía con el fin de suplantar de una vez por todas a la de los
borbones. No lo consiguió y ni ella ni el almirante volvieron a hablar del
asunto.
Aish que m’avorreixo una mica… passo fulls…
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8 de junio de 1936
Ayer por la noche hubo una bronca sonada en el dormitorio de los Franco.
Empezó y acabó como unos fuegos artificiales. Mucho ruido y pocas cueces. El general,
muy cansado, se negó a rezar el rosario, lo que puso a doña Carmen de un pésimo
humor. Todo empezó una vez que los dos se metieron en la cama.
-
¿Sabes
de qué me he enterado hoy? –preguntó de pronto con voz agria doña Carmen.
-
Cuéntamelo
–dijo el general con un bostezo.
-
Pues
que aquí hay gente que te llama Miss Canarias 1936.
-
¿Y
eso qué significa? –inquirió Franco, incorporándose a medias sobre los
almohadones.
-
Pues
probablemente que te dedicas a todo, a jugar al golf, a tomar el sol y charlar
con Pacón de nimiedades. A todo, menos a solidarizarte con tus compañeros de la
península.
El general se enfadó.
-
Mira,
Carmen…
-
Es
vox populi que estás exasperando a todo el mundo con tus eternas vacilaciones.
-
¡Yo
no vacilo, Carmen, no vacilo! –exclamó, furioso, el general-. ¡Sencillamente
estoy estudiando las posibilidades de éxito que tiene un levantamiento
encabezado por Sanjurjo!
-
¡Sanjurjo
está donde está –gritó doña Carmen- porque donde está él no has querido estar
tú!
Desde que les conozco, doña Carmen nunca le había gritado así a su marido.
-
¡Yo
sólo quiero estar allí donde el éxito sea cosa segura! ¿Me entiendes?
¡Atolondrada, que eres una atolondrada!
Doña Carmen se puso a llorar compulsivamente. También era la primera vez
que Franco y yo la oíamos llorar de manera tan desesperada. Uno de los bigudíes
de doña Carmen rodó al suelo, y Franco saltó de la cama para recogerlo. Al
entregarle el bigudí a su mujer, Franco estaba casi de rodillas junto a la
cama. Quizá fuese esa postura lo que le hizo cambiar de tono, porque dijo, casi
suplicante:
-
Carmencita…
escúchame, Carmencita… ¡Si quieres que me la juegue, me la juego!
Una radiante sonrisa de satisfacción iluminó el rostro de doña Carmen, a la
que de inmediato se le agotaron las lágrimas.
-
¿Me
lo juras, Paco?
-
¡Te
lo juro, Carmencita! Mañana mismo le ordenaré a Pacón que viaje a la península
y tome contacto con Mola.
Mientras hablaba, doña Carmen pulsó repetidas veces el timbre que estaba
junto a la mesita de noche.
-
¿A
quién llamas, Carmen? ¡Son casi las dos de la madrugada!
Pero alguien se anunciaba ya tras la puerta. Era una de las doncellas, con
una bata amarilla encima del camisón.
-
Ve
a la cocina grande –le ordenó doña Carmen- y súbenos una botella de champagne y
unas copas. ¡El general y yo tenemos algo que celebrar!
La doncella se encontró en el pasillo con uno de los ordenanzas de guardia,
y le dijo en voz baja:
-
Parece
que Miss Canarias ya ha tomado una decisión.
-
¿Cuál?
–preguntó el hombre.
-
¡Cuál
va a ser! Avisa mañana mismo a los del sindicato, no sea que el tío se nos
escape.
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